Extracto del libro: “Playworld” de Adam Ross

Prólogo

En el otoño de 1980, cuando tenía catorce años, una amiga de mis padres llamada Naomi Shah se enamoró de mí. Ella tenía treinta y seis años, era madre de dos hijos y estaba casada con un hombre adinerado. Como muchas cosas que me sucedieron ese año, no me pareció extraño en su momento.

Dos décadas después, cuando finalmente se lo conté a mi madre —estábamos en Long Island, dando un paseo por la playa—, ella se detuvo, atónita, y dijo: “Pero era una mujer tan fea”. El comentario no era tan mezquino como suena. Si en ese entonces era consciente de ello, ni me repugnaba ni afectaba mis sentimientos por Naomi. Era simplemente algo que daba por sentado, como el color de su cabello.

Delgado y ceniciento, tenía la tonalidad pero no el brillo de las plumas de paloma. Naomi lo mantenía largo, de modo que caía más allá de sus hombros. Lo conocía al tacto, pues mi rostro a menudo estaba enterrado en él. Solo más tarde me pregunté si ella se consideraba poco atractiva, porque siempre usaba gafas de sol, como si quisiera ocultar su rostro, con grandes monturas doradas y lentes de prescripción con tinte azul. Cuando viajábamos juntos, lo cual era frecuente ese año, ella permitía que se deslizaran por su nariz y luego me miraba sobre el puente de las gafas. Podía haber considerado esta pose ganadora, pero era más probable que solo quisiera verme mejor. Su boca a menudo colgaba ligeramente abierta. Sus dientes inferiores eran desiguales, y su lengua, que presionaba contra ellos, siempre tenía sabor a café.

El coche de Naomi era un sedán Mercedes plateado—300sd junto con turbo diésel niquelado en la parte posterior—que emitía un profundo zumbido cuando ella conducía. El interior, enorme en mi imaginación, estaba adornado con paneles de madera brillante y cuero blanco, el asiento trasero tan ancho y con tanto espacio para las piernas que hacía que el conductor pareciera estar muy lejos. Fue en este coche donde Naomi y yo hablamos con mayor frecuencia. Estacionábamos, y luego ella se inclinaba a través del reposabrazos para presionar su mejilla contra la mía, a veces le permitía que me besara. Otras veces nos movíamos al asiento trasero. Acostado allí con Naomi, su nariz rozando mi cuello, miraba el tejido punteado del techo hasta que el patrón parecía despegarse y flotar como un cielo estrellado. Este coche era su posesión más preciada, y como muchos viajeros, había convertido la máquina en una extensión de su cuerpo. Su pulgar izquierdo se enganchaba ligeramente al volante a las ocho en punto cuando el tráfico se movía, sus yemas deslizándose a las once cuando estaba lento. Prefería sentarse ligeramente reclinada, con la mano libre extendida sobre su muslo interno, aunque después de perder su meñique el verano siguiente, y aún después de que le pusieran una prótesis, lo mantenía guardado.

“Estaba preocupada de que pensaras que era asqueroso”, dijo, con el dígito oculto entre el asiento y su cadera. Se había comprado un anillo de diamantes para ocultar la costura, y en su mayor parte la semejanza era sorprendente, pero en ciertos ángulos se podía notar: la línea de la cutícula era demasiado suave, el pálido cuarto de luna de la uña demasiado cremoso para coincidir con los demás. Como los dientes falsos de mi padre, que ocasionalmente dejaba tirados en nuestro apartamento, me fascinaba, aunque mi curiosidad no era morbosa. Era un niño actor, vean, un estudiante de todas las formas de disimulo, y había descubierto hace tiempo que mi mayor tema era los adultos.

Extracto de “Playworld” de Adam Ross. Copyright © 2025 por Adam Ross. Extracto publicado con el permiso de Alfred A. Knopf, una división de Penguin Random House LLC. Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este extracto puede ser reproducida o reimpresa sin permiso por escrito del editor.